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El barón Pierre de Coubertin no paraba de enviar cartas, organizar encuentros y recorrer el mundo en busca de aliados para su causa: organizar los primeros juegos olímpicos de la era moderna. Con una tenacidad implacable, superó el boicot de políticos, la oposición de expertos y la falta de recursos logrando el apoyo de mecenas para su causa. El verano de 1894 le propuso a su amigo Michel Bréal, un prestigioso filólogo francés, que diese una conferencia sobre las treguas olímpicas en la antigua Grecia. Bréal, que pasaba aquellos días estivales cómodamente instalado en un hotel con vistas al lago Lemán, le respondió por carta declinando la oferta, pues consideró más útil que buscarse expertos de otras nacionalidades para así sumar aliados internacionales al movimiento olímpico. No obstante, en la misma carta, le hacía una propuesta: "Dado que usted va a Grecia, vea si se puede organizar una carrera desde Maratón a Pnyx, en Atenas. Esto tendrá un sabor antiguo. Si supiéramos el tiempo que invirtió el soldado Filípides en recorrer la distancia entre ambas ciudades, podríamos establecer el récord. Yo, por mi parte, reclamaría el honor de ofrecer la copa de maratón". Así nació la prueba de la maratón olímpica.
Antes de los Juegos Olímpicos de Atenas de 1896 no existía ninguna carrera con tal nombre. Había diversas pruebas de largo recorrido, pero no seguían una distancia fija. La idea de Bréal entusiasmó a los organizadores de los primeros juegos olímpicos modernos, los de Atenas de 1896, pues no dejaba de ser un orgullo organizar una carrera en memoria del soldado que, según el mito, informó de la victoria griega sobre las persas en la batalla librada en la playa de Maratón en el año 490 antes de Cristo. Bréal, que efectivamente entregaría el trofeo al ganador, propuso imitar la gesta de Filípides que, según afirmaba la tradición, había fallecido después de correr durante horas para entregar su mensaje. En realidad, el guerrero ateniense había recorrido los 250 kilómetros que separaban Atenas de Esparta para pedir refuerzos, pero, por alguna razón ignota, siempre prevaleció la versión de que fue el mensajero de la victoria. Y esa fue la distancia de la primera maratón olímpica, 40 kilómetros, el trayecto entre Maratón y Atenas. La actual, 42,195 kilómetros, se fijó en los Juegos Olímpicos de Londres de 1908.

Por aquel entonces, Grecia era un estado joven, independizado del imperio turco tan solo medio siglo antes y buscaba nuevos héroes inspirándose en sus antiguas gestas. Y los juegos olímpicos parecían ser el mejor escenario para ello. Cuando se anunciaron, el entusiasmo se apoderó de todos. El empresario Georgious Averoff pagó buena parte de la fiesta y reformó de su bolsillo el viejo estadio Panathinaikó, un recinto con más de 2.000 años de antigüedad donde se descubrió buena parte de los eventos y donde se fijó también la meta de la maratón. Sin embargo, a medida que avanzaban los juegos y se sucedían las pruebas de atletismo, no llegaba ninguna victoria griega. Especialmente doloroso fue ver cómo el multimillonario norteamericano Robert S. Garrett ganaba en lanzamiento de disco y peso, disciplinas que los griegos valoraban especialmente. Cuando llegó el 10 de abril, el país se sintió humillado… aquel día había que ganar la maratón.
Cuando se supo que el gran campeón italiano Carlo Airoldi iba a competir en Atenas, los griegos se inquietaron: Airoldi era famoso por correr distancias de hasta 50 kilómetros. No obstante, no se le permitió participar aduciendo que cobraba por realizar exhibiciones y que, según los ideales olímpicos, los atletas debían ser totalmente amateurs y no recibir recompensa alguna. Así pues, Airoldi quedó excluido de la lista de 17 participantes, compuesta por 13 griegos, 1 francés, 1 australiano, 1 estadounidense y 1 húngaro. Los atletas griegos habían sido seleccionados en dos eliminatorias de clasificación organizadas por el coronel Papadiamantopoulos, un militar obsesionado por reverdecer las glorias de su tierra. Se trataba de policías, militares y trabajadores del servicio de aduanas, todos excepto Spiridon Louis, un sencillo aguador que consiguió con esa gesta un trabajo de policía el resto de su vida. Nadie lo conocía, a excepción de Papadiamantopoulos, y nadie esperaba nada de él.

Cuando el mismo coronel dio la señal de salida, el francés Albin Lermusiaux se puso al frente de la carrera. Logró tal ventaja que incluso se detuvo en una taberna para tomar un refresco, pero tras los primeros 20 kilómetros fue superado por el australiano Edwin Flack, un oficinista que residía en Londres y que había ganado la prueba de 1.500 metros. Cuando Flack se fue acercando al centro de Atenas, los griegos lo recibieron con frialdad, conscientes de que de nuevo se les podía escapar la victoria, pero después de 35 kilómetros, el australiano se hundió y decidió abandonar. Los espectadores esperaban expectantes para ver quién tomaba la cabeza… y apareció Spiridon Louis. Cuando la noticia de que un griego entraría en primera posición al estadio Panathinaikó corrió de boca en boca, los príncipes Constantino y Jorge saltaron a la pista para acompañar a Louis en la última vuelta. Grecia tuvo por fin el héroe que buscaba. El campeón tardó 2 horas, 58 minutos y 50 segundos en acabar la carrera y llegó por delante de otros dos griegos. Una recuperación hizo que, finalmente, el bronce fuera a parar al húngaro Gyula Kellner, pues se descubrió que Spyridon Belokas había realizado parte del trayecto sobre un carromato. Solamente diez corredores lograron acabar aquella maratón. Dos días más tarde, la atleta griega Stamata Revithi emprendió el mismo camino en solitario. Tras haberle sido denegada su participación en la prueba por el hecho de ser mujer, la corredora griega decidió demostrar a todo el mundo que una mujer también podía correr aquella distancia. Ningún príncipe la estaba esperando a su llegada, pero Stamata también logró llegar a la meta. ¶
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