Hubo un tiempo en el que la carrera ciclista más importante del mundo, el Tour de Francia, distaba mucho de ser el fenómeno mediático que conocemos hoy en día. La prueba había evolucionado mucho desde sus orígenes a principios del siglo XX, cuando periodistas y fabricantes de bicicletas se aliaban estratégicamente para vender más periódicos y bicicletas respectivamente. A mediados del siglo XX acudían a competir los diferentes equipos nacionales, que se completaban a través de una convocatoria de sus correspondientes federaciones deportivas. Los equipos privados, repletos de corredores profesionales y a la vanguardia de la tecnología, que conocemos hoy en día (Ineos, Jumbo, E.A.U., Movistar...) tardarían aún unas décadas más en aparecer en escena.
En su edición de 1956 la federación española mandaba en su equipo a un joven toledano, Federico Martín Bahamontes, que destacaría en lo que era su segunda aparición el la Grand Boucle. Era un corredor diferente, totalmente atípico para su época. Mientras que para el resto de los participantes su objetivo era alcanzar el primer puesto de la clasificación general, para él no. Para él su objetivo era demostrar que era el mejor escalador de su época. Por eso, su forma de correr fue muy distinta a la de los grandes favoritos. Apenas la carretera se empinaba un poco, él se encargaba de torturar y someter al pelotón con su imparable ritmo infernal de ascensión. Arriesgaba mucho más de lo necesario, con largas cabalgadas en solitario buscando coronar los puertos más duros del Tour. No en vano, el Tour de Francia lo sigue considerando como el mejor escalador de su historia.
En una de sus innumerables escapadas, ascendiendo el Col de Romeyere junto a otros tres compañeros de fuga, el coche de apoyo de la selección suiza se acercó para dar orden a su corredor de no entrar a los relevos. Al acercarse, por unas carreteras que nada tienen que ver con las de ahora, el vehículo proyectó accidentalmente varias piedras sobre la rueda de Bahamontes, dañando severamente varios radios y los frenos. El ciclista toledano, no sólo no se inmutó, sino que además demarró y coronó la cima del puerto en solitario, con dos minutos de ventaja sobre sus inmediatos perseguidores.
Una vez arriba, valoró el estado de los radios de su bicicleta y decidió que era arriesgado bajar en aquellas condiciones. Sería correr demasiados riesgos. Así que, ni corto ni perezoso, mientras esperaba que el coche de asistencia del equipo español llegase para arreglar su maltrecha rueda, se acercó a un puesto de helados que había en la cima. Mediante signos, ya que no hablaba francés, pidió un helado de vainilla con dos bolas, que se comió tranquilamente mientras esperaba la llegada del coche de apoyo. En cuanto terminó su helado, y los mecánicos españoles lograron reparar su rueda, inició el descenso y no tardó mucho en unirse al grupo cabecero. Grupo que volvió a dejar atrás, tras atacar en el siguiente puerto, que nuevamente coronaría en cabeza. Finalmente, semejante exhibición le pasaría factura en la parte final de la etapa, con la que diría adiós a sus opciones de victoria en la general. Eso sí, fue el ganador indiscutible del maillot de la montaña, su gran objetivo.
Años más tarde, en 1959, se convertiría en el primer ciclista español en ganar el Tour de Francia.
Gran parte del público y de la prensa francesa nunca supo la verdad de toda esta historia. Ni mucho menos de la excentricidad y espontaneidad que acompañaron a Bahamontes durante toda su carrera. En más de una ocasión fue acusado injustamente de prepotente, orgulloso, e incluso soberbio. Aunque la mayoría quedó entusiasmado e impresionado con aquella visión tan particular del ciclismo que tanto espectáculo brindó al aficionado.
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